la-exposición-de-la-abuela-de-DavidMarzo 21, 2016.-Como tantos venezolanos, David Bavaresco protestó, salió a la calle porque no estaba de acuerdo con lo que estaba viviendo. Lo señalaron, haber estado en Valencia, justo donde la Guardia junto con las fuerzas del Estado, reprimieron las manifestaciones, no era una garantía. Los Capuchas sabían donde estaba. Un día decidió escapar a aquella presión y hoy en espera de un asilo, dejó encerrado en un sueño su más grande ilusión.

David, iba todos los días a practicar kárate. Era y es su pasión. El mundo puede girar en torno a lo que sea, pero al hablar del kárate se le dibuja una enorme sonrisa en la cara. Tiene 20 años. La edad de la vida en que miras al mundo con esperanza, con ilusión. La edad de la vida en que mezclas la diversión con el futuro.

El futuro, esa palabra que unos manejan más que otros.

David estudiaba en la Universidad de Carabobo, estaba becado gracias al kárate. Tenía dos semestres de Ingeniería cuando los estudiantes irrumpieron en la escena política en el año 2014. Lo hicieron porque en el Táchira violaron a una muchacha. Fue el detonante para expulsar la rabia por las injusticias, por la corrupción, por un país que en manos de quienes lo gobernaban no iba a ninguna parte.

El iba a entrenar a diario en Fundadeportes, perteneciente a la Gobernación de Carabobo. El y sus amigos se ponían orgullosos la gorra tricolor, como tantos venezolanos le entusiasmaba vivir sus símbolos; pero por órdenes del gobernador Francisco Ameliach, los directivos les dijeron que no podían utilizarlas en esas instalaciones, que no...

Las reglas era que tenían que ir a hacer deportes solo con lo que ellos le permitían. Es decir, gorras que identificaban la bandera y la revolución.

El ambiente les molestaba y esa adrenalina que corre por la juventud los llevó a salir, a gritar, a trancar las calles para protestar. Como hicieron los revolucionarios cuando eran estudiantes.

Hasta entonces el kárate seguía siendo su pasión. Al barrio que estaba cerca de su casa acudía David, enseñaba a los muchachos la técnica de su deporte favorito con el que ya había intentado salir al mundo. Las Vegas y República Dominicana habían sido testigos de sus sueños.

A él lo único que le importaba era su futuro y por él había decidido luchar, por eso quería protestar y cambiar las cosas. Hasta que un día vio las armas, hasta que vio cómo la Guardia Nacional los apuntaba, hasta que se sintió rodeado, hasta que vio la muerte cerca de sus ojos cuando las balas atravesaron vidas inocentes, hasta que se vio solo, con una sensación enorme de impotencia, de miedo.


Desde ese día el temor se apoderó de cada uno de sus minutos. Hasta ese día la vida apagó el futuro, lo que vivió lo asustó, le oscureció sus noches y sus días. Ya no veía otra cosa que oscuridad.


Las cosas se calmaron. Estudiantes presos, muertos, todo cambió. Las motos de la Guardia o de los que daban vueltas, chequeando los pasos, es lo único que quedaba de aquella rebeldía que les dio la fuerza de soñar.

Volvió a la Universidad y se encontró que cada vez que hablaban, cada vez que se reunían, llegaban los Capuchas, unos estudiantes y amigos privilegiados, que podían pasar por la Universidad con su poder, con el don de mando que les ofrece el partido, con el puño que les da el privilegio de identificar a quien no esté con ellos. Cada día tenía que posar sus ojos sobre ellos, también sobre los que habitaban en la Aldea, un edificio en la Universidad con pendones de El Che, Fidel y Chávez, todos juntos.

David sentía miedo, sentía cómo cada uno de esos personajes que lo identificaron en las protestas, que lo señalaron en las reuniones de la Universidad, que lo anotaban en el kárate, perseguían sus horas. Hasta que decidió huir, sin saber a qué, sin saber si su futuro sería retomar su pasión.

Salió de Valencia, con su chaqueta del equipo de Venezuela, contando que iba a una competencia. “Gracias camarada”, les dijo a los guardias. Llegó a Estados Unidos, para empezar de nuevo y pidió asilo, como tantos otros. No tiene el dinero para pedir una visa de inversionista, solo una abuela artista que se había atrevido en Miami a contarle al mundo los hechos a través de las palabras de su nieto.

Su futuro ahora es solo ilusión. Sus padres al final también partieron a su lado. Un año después, justo cuando a su padre se le hizo insoportable seguir siendo el gerente de Farmatodo, cansado de las amenazas de los bachaqueros, de la policía, de la guardia, para que fuera a estos grupos a quienes primero entregara los productos que escasean en Venezuela, para que se saltara las reglas.


David comenzó siendo el sustento de una familia de cuatro. ¿Su trabajo?, limpia una iglesia y de vez en cuando le da clases a un grupo de señoras y a sus hijos porque quieren aprender defensa personal.


Su padre consiguió trabajo de obrero con una fundación venezolana. Lo estafaron, contrataron sus servicios y le prometieron los pagos, nunca lo hicieron, se aprovecharon de la necesidad.

David todavía tiene la sonrisa en la cara. Se le ilumina cuando habla del kárate. No puede estudiar. No es fácil, pero hizo el esfuerzo por aprender inglés. Y va a estudiar, lo conseguirá, porque sigue soñando pero con esperanza. Mientras tanto, en su tiempo libre, toma un autobús y otro más para ayudar a los venezolanos que llegan huyendo de persecuciones, de la inseguridad, de no ver salida. Lo hace gratis, soñando que su adrenalina, que sus ganas de cambiar el mundo, lograrán que un día el futuro le de la mano.

David busca un futuro después de ver las balas